Sobre el ayuno
Pbro. Ernesto María Caro
Pregunta:
Padre, ya desde hace tiempo ha nacido en mí una gran necesidad de hacer ayuno, lo siento en mi corazón, pero no sé cómo hacerlo. Estoy tratando de hablar con hermanos que tienen más tiempo de estar en los caminos del Señor para consultar y es por eso que hoy les pregunto a ustedes. No tengo mucha información al respecto, sólo siento una gran necesidad en mi corazón de ayunar y tener un acercamiento más profundo con el Señor.
Respuesta:
Me parece magnífico y toda una inspiración de Dios este deseo de santidad que ha ido naciendo en tu corazón. Antes de hablarte del ayuno, quisiera hablarte primero de lo que es la ascesis o penitencia, ya que el ayuno es sólo parte de este trabajo espiritual que todo cristiano debe hacer si quiere llegar a la santidad propuesta por Jesucristo.
Empezaré diciéndote que cuando hablamos de ascesis o penitencia nos referimos al esfuerzo humano que responde a la gracia de Dios, y es el medio por el cual el hombre se dispone y purifica su vida para que en ella se desarrolle en plenitud la vida divina. Este esfuerzo en nosotros los cristianos adquiere una nota particular y quizás única, ya que, a diferencia de algunas otras “espiritualidades”, la ascesis en el fiel cristiano, es animada y dirigida por el mismo Espíritu Santo, que no busca destruir sino construir.
El padre Rainiero Cantalamessa, al referirse a la santidad y su relación con la penitencia, dice que ésta “es el arte de quitar todo lo que estorba en el hombre a fin de hacer visible esa santidad ya contenida en el hombre desde el bautismo”.
Por ello, la ascesis es la herramienta de la que nos valemos para fortalecer los muros por los cuales transitan nuestros deseos y aspiraciones, los cuales fuera de control son capaces de destruir nuestra vida, o al menos impedir que ésta alcance la plenitud. Es, digamos, el elemento regulador, y, en muchos casos, el propulsor de una vida equilibrada y santa. Por eso dice al respecto el Catecismo de la Iglesia:
“Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia” (CIC. 1435)
Por una ancestral tradición, los viernes son considerados como un día de penitencia. Esto es debido, principalmente a que en un viernes Jesús padeció por nosotros para darnos la vida eterna. Por esta razón, entre otras, se ha identificado la penitencia con el sufrimiento. Cuando pensamos en la penitencia, de inmediato viene a nuestra mente los monjes dándose de latigazos, o poniéndose espinas en el pecho, o de alguna manera destruyendo su cuerpo. Sin embargo, la penitencia, como nos lo explica el Papa Juan Pablo II en Reconciliación y Penitencia, es: todo aquello que ayuda a que el evangelio pase de la mente al corazón y del corazón a la vida. Es decir, la penitencia es una ayuda para que podamos realmente vivir el evangelio.
Un santo de la edad media que había entendido bien lo que era la penitencia decía: la primera y más importante penitencia es: orar.
Desafortunadamente, el hombre de hoy tiene un concepto equivocado de lo que es la ascesis o penitencia y en muy baja estima el valor de la cruz. La vida cómoda y materialista que vivimos nos hace despreciar con facilidad estos dos valores que son fundamentales e indispensables en la vida (cf. Mt 10, 38), no sólo para alcanzar la santidad y con ello la plenitud, sino incluso para poder vivir una vida razonablemente alegre y estable. Y es que la penitencia actúa como una fuerza reguladora sobre nuestras pasiones y deseos los cuales, dejados en libertad, pueden llegar a destruir nuestra vida. Para contenerlos, en algunos casos debemos agregar a nuestra vida algo (ascesis positiva) y en otros eliminar o matizar, (ascesis negativa). En ambas direcciones la penitencia supone una renuncia, por lo que esto no se podrá hacer sin la ayuda de la cruz y del Espíritu Santo. La penitencia cristiana, correctamente entendida, no es estoicismo, ni platonismo, por lo que no se trata de destruir nuestro cuerpo, sino que es una “herramienta espiritual que ayuda a que los criterios y la vida evangélica, pasen de la mente al corazón y del corazón a la vida diaria”.
Para que la penitencia sea verdaderamente una ayuda para el crecimiento espiritual, es necesario quitarle toda esa carga negativa que por años ha tenido, para redescubrirla como un momento privilegiado de encuentro con la misericordia de Dios que conoce nuestras miserias y que a pesar de ellas, nos ama y nos ha llamado a la santidad más elevada. Esto nos llevará, sin lugar a dudas, a experimentar el poder que sana el interior del hombre y que le impulsa a reemprender el camino de la felicidad, la alegría, el gozo y la paz, ya que, como bien decía Clímaco: “es mediante la penitencia como nos libramos de la tiranía de las pasiones”. Así la ascesis es la cruz benéfica que nos ayuda a renunciar a nosotros mismos, a los excesos y exageraciones, y que prepara el camino para que Dios desarrolle en nosotros la vida divina, la “vida según el Espíritu”.
Sin embargo, debemos ser conscientes que la falta de prudencia, puede también desordenar la misma penitencia, con lo cual se causan graves daños, sobre todo al alma, ya que la práctica de la mortificación debe ser siempre un acto de templanza.
Santo Tomás, citando a San Jerónimo dice: “No hay diferencia entre matarse en largo o en corto tiempo. Se comete una rapiña, en vez de hacerse una ofrenda, cuando se extenúa inmoderadamente [sin templanza] el cuerpo por la demasiada escasez de alimento o el poco tiempo de sueño”.
Teniendo en cuenta lo que te he dicho sobre la penitencia, veamos un poco el ayuno. El ayuno, desde la vida espiritual, nos ayuda en dos áreas de nuestra vida. Por un lado, es la forma como la voluntad se entrena con la renuncia a cosas buenas, para que, en su momento, se puedan rechazar las malas. Por otro lado, ejerce una acción misteriosa, que permite al alma abrirse de una manera particular a la gracia y a la presencia de Dios.
Cuando nos privamos de cualquier cosa que está en relación con nuestros apetitos, especialmente con el placer (comer, beber, ver, oír, sentir), estamos acostumbrando a nuestra voluntad a recibir órdenes directamente de nosotros y no de nuestras pasiones. Nos lleva a ser dueños de nosotros mismos. De esta manera, una persona habituada a ayunar será una persona habituada a la renuncia, y tendrá sometidas sus pasiones a la voluntad, de manera que el cuerpo come, duerme, y hace lo que la voluntad le indica. Si la voluntad está orientada a Dios, buscará evitar todo lo que lo separa de Dios y orientará todas sus acciones a Él.
Por otro lado, como te decía, el ayuno, especialmente el de la comida, nos abre de una manera misteriosa a la presencia de Dios. Parecería como si el hambre corporal se fuera convirtiendo en hambre de Dios.
Ahora bien, para que esto se realice, el ayuno debe estar unido a la oración. Sin oración el ayuno se convierte en dieta o en estoicismo, que poco o nada ayuda a la vida espiritual.
De manera práctica, te indico algunos elementos que te pueden ser de utilidad para iniciarte y crecer en este ejercicio espiritual:
1. El ayuno debe ser progresivo. Es decir hay que comenzar por lo poco y poco a poco progresar en él. Empieza entonces con pequeñas renuncias, como negarte un café, un vaso de agua, un dulce, un postre, un programa de televisión, etc. Esto irá poco a poco aumentando tu capacidad de renuncia.
2. Inicia el ayuno con un buen rato de oración. Te recomiendo prepararlo desde un día antes; por la noche haz un buen rato de oración y ofrece a Dios el día de ayuno. Pide a Dios la gracia que estás necesitando o el sentido que quisieras ver fortalecido con tu ayuno. Durante todo el día de ayuno, dedica el mayor tiempo que puedas a la oración. Es conveniente que se escoja un salmo el día anterior y alguna frase del salmo para repetirlo durante todo el día de ayuno, como: “Señor tú eres mi fuerza y mi victoria”, o alguna frase del mismo salmo. Regresa durante el día al salmo y ten el mayor tiempo de oración que puedas, substituye el alimento corporal con alimento espiritual.
3. Es muy conveniente que inicies tu ayuno con la Eucaristía. Busca una iglesia en donde puedas comulgar en la mañana. Si no se puede, haz al menos una comunión espiritual.
4. Una vez que sientas que has progresado con las renuncias, inicia con lo que se llama el ayuno eclesiástico, que es lo mínimo que nos invita a vivir la iglesia en los días prefijados de ayuno (miércoles de ceniza y Viernes Santo). Éste consiste en desayunar un pan y un café, no tomar nada entre comidas, comer ligero (procurando que te quedes con un poco de hambre) y finalmente por la noche lo mismo un pan y un café.
5. El siguiente paso es hacer medio ayuno, que consiste en solo un café en la mañana, nada entre comidas y una comida ligera. Solo agua todo el día. Por la tarde puede tomar una cucharada de miel, sobre todo si tienes un trabajo que requiera mucho desgaste de energía.
6. Finalmente podrás aspirar al ayuno de pan y agua, que consiste en comer solo pan y agua. Lo mismo, puedes tomar una cucharada de miel a media mañana y a media tarde para recuperar energía.
Recuerda, que es una obra del Espíritu, por lo que no esperes resultados como si a cada acción hubiera una reacción. A veces un pequeño esfuerzo de nuestra parte corresponde a una gracia inmensa de Dios y viceversa, un gran esfuerzo humano y pocos resultados espirituales. Dios sabe cómo, y en qué momento darnos las gracias. De lo que si puedes estar seguro es que al iniciarte en el ayuno te abrirás a la santidad y tu vida cambiará radicalmente. El ayuno es el camino a la perfección cristiana. Ánimo.